jueves, 28 de marzo de 2019

Luquitas

(Un cuento a favor de las enfermedades incurables)





¿Qué hacés, Luquitas? te escribo porque el otro día nos re peleamos y me quedé pensando un par de cosas. ¿Viste cuando vas a un velorio, y viene ese tío abuelo que acabás de conocer, se acerca al cajón del muerto y dice: “¡no somos nada!”? Bueno, pensalo. El velorio es ese momento en que se detiene la suspensión de la incredulidad. Mientras tanto, vivimos como si importara. ¿No es loco? Vivimos como si importara, pero en realidad no importa, ¿me entendés? Por ejemplo, ¿Hay algo más insoportable que estar viendo una película con alguien que no suspendió su incredulidad y todo el tiempo remarque que eso que está pasando en la película “es imposible”? Bueno, el muerto en el velorio (o en su defecto, el tío abuelo que lo pone en palabras) es esa persona que te recuerda que lo que pasa en esta película es todo mentira. Los velorios rompen la cuarta pared, digamos. Y cuando estás en el velorio, estás en un problema, porque tenés el muerto ahí, y algo hay que hacer con él (como si importara, o peor, como si a él, que está muerto, le importara). Entonces es una situación incómoda porque, claro, todos estamos muy acongojados, aunque en realidad no importa, lo cual es ridículo. Pero lo que es incómodo en primer lugar es que el muerto es como una herida narcisista terrible: está ahí y te recuerda a cada segundo que no sos nada. Por eso a la gente no le gustan los velorios. No tanto por ser un momento “triste”, sino sobre todo porque la envía a esas verdades incómodas que nadie quiere enfrentar: no somos nada, el tío abuelo tiene razón, él lo sabe, vos lo sabés, todos lo sabemos, pero al irnos de acá nos hacemos todos los boludos.

A qué voy con todo esto. Que el otro día te enojaste porque te dije que eras un pesado, y después vos me dijiste que yo era un amargado, y ahí me enojé yo, y nos puteamos un poco. Entonces después volví a mi casa y como seguía muy enojado pensé: ojalá que te mueras. Sí, me zarpé, pero estaba re caliente, te digo la verdad. En fin, a lo que voy es que pensé que ojalá que te mueras, y después me hizo como un clic, porque lo dije en voz alta y me escuché y me di cuenta de esto que te estoy diciendo. Suponete que mi deseo se cumpla y vos te morís, más allá de que seguro después yo me arrepienta y diga: “que boludo que fui”. Suponete que yo soy muy malo y ni me siento mal. Pero, ¿qué gané? Porque en realidad vos no perdiste nada. O sea, estabas vivo y después te moriste. ¿Y? si ni te enteraste. No te podés enterar que te moriste. Cuanto mucho te enterás que te estás por morir, pero eso no es lo que yo te desee. Uno no dice: “ojalá se entere que se está por morir”. Uno dice: “ojalá se muera”. Y si te ponés a pensar, a vos no te afecta en nada. Quiero decir, te morís, pero además de eso, a vos ni te va ni te viene. Si yo te lo deseo, mi deseo se cumple, y pum, listo, te moriste, a otra cosa. Vos no te vas a enterar y yo voy a quedar amargado y con culpa. Salgo perdiendo. Además, qué cosa absurda desear la muerte. Es como desearte, no sé, que tengas que parpadear. Más vale que vas a tener que parpadear. Qué clase de “deseo” es ese. Nadie desea algo que sabe que igual se va a cumplir. Tampoco es algo que te afecte. Ahí está otra vez: nos creemos que podemos decidir sobre algo como si lo que nosotros queramos o no queramos importara. Hasta ese punto llega la suspensión de la incredulidad.

Seguro que estás pensando: morirme no me da igual, me afecta porque tengo muchos proyectos en vida. ¿Ah sí? ¿Qué pensás, ganar el premio Nobel, Luquitas? ¿Encontrar la cura para el cáncer? Okey, ponele que encontrás la cura para el cáncer. Buenísimo, no hay más cáncer. Un mundo sin cáncer, qué genial. ¿Y ahora qué? La gente va a seguir yendo a los velorios a decir que no somos nada. Y va a tener razón. Crisis de la suspensión de incredulidad. ¿Y ahí qué hacemos? Y bueno, no queda otra, hay que encontrar otra enfermedad incurable, y ahí sí, nos volvemos a angustiar y a pensar por qué la vida es tan cruel, y de nuevo miles de científicos se ponen a buscar la cura, y otros tantos millones van a la iglesia a rezar para que se curen los enfermos, y así todo tiene sentido de nuevo. Al final, las enfermedades incurables son una necesidad existencial.

Otra cosa. Viste que también está esa gente que te dice: no le tengo miedo a la muerte, sino a la muerte dolorosa. ¿Qué tendrán que ver las peras con las manzanas, no cierto? Entiendo que le tengas miedo al dolor, ¿pero a la “muerte dolorosa”? ¿Qué tiene que ver la muerte ahí? Nada, sólo la meten ahí porque se creen que son alguien y que morirse es un hecho terrible. Pero la verdad es que no. En todo caso, si estás sintiendo dolor la muerte es un alivio, porque te morís y listo, chau dolor. Yo me preocuparía más por sentir dolor y no morir ¡Eso sí que es una tortura!

En fin, me fui de tema de nuevo. Lo que te quería decir es que no te deseo más la muerte. Quiero decir, no sólo porque no tiene sentido desear la muerte, sino porque ya no estoy enojado con vos. Y si vos seguís enojado conmigo, bueno, igual no importa.