Al fin y al cabo, otra pequeña vanidad filosófica.
“En casa frase que pronuncian –y muy precisamente en esta que estás
escribiendo en este instante tú, que te empeñas en responder desde hace tantas
páginas a una pregunta que te toca en lo personal, y que vas a firmar este
texto con tu nombre-, en cada frase, reina la ley sin nombre, la blanca
indiferencia: ‘Qué importa quién habla; alguien ha dicho: qué importa quién
habla’.”
Michel Foucault
"Bueno, no era esto a lo que me refería con reflotar a Lenin"
La primera pregunta que hacemos
si desconocemos una voz al teléfono: “¿Quién habla?”. Si nuestro interlocutor
se niega a responderla, insistimos firmemente, haciendo oídos sordos de lo que
sea que nos hayan dicho del otro lado. Entendemos las palabras que utiliza el otro,
pero aun así lo que nos invade es una suerte de desesperación: Cuando alguien
desconocido habla, aunque lo entiendo, no sé lo que dice. Nos rehusamos a
establecer un diálogo hasta que nuestra pregunta no esté resuelta. ¿Será
entonces, que todo se reduce a quién habla?
Es hora de que denunciemos la
vanidad que es la filosofía. El Filósofo (así, en mayúsculas), en una especie
de altruismo mal hecho, no quiere hablar él,
más bien, la razón habla a través de
él. Él no está dispuesto a aceptar su discurso como una mera opinión personal. No es opinión: Es filosofía.
Quien habla, no es él. Es algo más que él mismo. ¿Eso es modestia o
egocentrismo? En el mejor de los casos, un egocentrismo disfrazado de modestia.
Lo importante aquí es que en la filosofía, no importa quién habla. Se discute
con ideas, y no con personas. Tal es, aseguran, la “buena” filosofía ¿O no han
oído hablar, acaso, de la falacia ad
hominem? Y sin embargo, en los hechos, ocurre todo lo contrario: Es quizás
una de las prácticas intelectuales más individualistas de todas. Separamos las
filosofías en nombres convertidos en ‘ismos’: Aristotel-ismo, Agustín-ismo,
Kant-ismo, Marx-ismo; y erigimos en un grupo selecto a un conjunto de personas
que adoramos y solemos rendirle culto: el famoso canon de la filosofía (Adoración, culto, canon. Esto apesta a
religión). Y contra el factum, la
filosofía todo el tiempo nos decía: No importa quién habla.
Pero todo esto quedó viejo. Esa
filosofía a la cual se la sacralizaba, y con ella, a sus maestros, hoy nos asusta:
Hemos sufrido demasiadas tragedias históricas en honor a la autoproclamada Verdad de la Razón. Ya no nos tragamos
ese cuento. Y asustarse por eso no tiene nada de malo. Actualmente nos
preguntamos, por ejemplo, los latinoamericanos: ¿Por qué la filosofía que
estudiamos es Europea? Para el filósofo enchapado a la antigua, europeo o no, es
una pregunta escandalosa. Ni siquiera tiene sentido plantearla, porque es una
pregunta que nos lleva fuera de la
filosofía. Equivale a darle una explicación no filosófica a la filosofía, y eso
lo aterra. A nosotros nos aterra lo contrario, por suerte: la terrible
posibilidad de que la filosofía esté afuera –por encima- del presente
histórico. No obstante, nos consuela la certeza de saber que es un miedo
infundado, que no es poco.
Ahora bien, ¿No es eso un llano y
aburrido historicismo? ¿No equivale a liquidar, como tal, a la filosofía? No y
no. Después de todo, la filosofía no es ni buena ni mala: es inevitable. El
problema es qué hacemos con esa inevitabilidad. No nos confundamos: No queremos
reducir todo al subjetivismo y al relativismo de quién habla. En un acto de humildad,
aceptemos de una vez que nuestras opiniones no nos pertenecen. O no del todo.
Pero quien habla a través de nosotros no es la verdad de la Razón, ni el
Espíritu Absoluto. Es el conjunto de experiencias que hemos hecho, los países
que hemos visitado, el frío que hemos pasado, la música que nos ha hecho
bailar. En la filosofía se expresa la comida que almorzamos este mediodía (la
importancia de una buena alimentación). Tenemos que hacer filosofía, nos guste
o no, porque el mundo es una gran guerra y la filosofía, una de sus batallas.
Pero si vamos al lugar de la contienda armados sólo con un retrato nuestro y el
borrador de nuestra biografía intelectual, estaríamos dando una imagen
tristísima. La historia nos pasará por encima como un tren. Lenin, que decía
que la política era economía concentrada, se nos reiría a todos. Y con razón,
por no creer que la filosofía, la literatura, la política, las artes, lo que
almorzamos este mediodía, es economía concentrada. Y sin embargo, ninguna de
todas esas cosas es propiamente la economía. Y nosotros mismos, que no somos la
economía, también somos ella, y también somos la política y la literatura y
todo lo demás.
Lenin, un irrespetuoso. Se ríe de
la muerte. Pero es la muerte de los “grandes hombres”. Es la muerte de los
individuos cambiando la historia. Cosa paradójica, si consideramos que él fue
uno de ellos. Foucault captó también este fenómeno, pero lo entendió mal. Creyó
que era la muerte del hombre como tal, del sujeto humano. No olvidemos que esto
es una guerra y, si es cierto que un solo hombre no puede ganar una, no es
cierto que se pueda ganar la guerra sin ellos –sin nosotros.
Quizás sea difícil de digerir,
pero valdrá la pena. La próxima vez que llamemos a alguien por teléfono y del
otro lado nos pregunten “¿Quién habla?”, nos corresponde juntar coraje y de una
vez por todas decir: “No soy yo quien puede responder a esa pregunta”.
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