Un discurso para todos y para nadie.
Sepamos que nuestro enemigo
utiliza un método perverso. Sepamos que nuestro enemigo es quien mejor nos
conoce. Nos pega donde más nos duele, ahí, en la incomodidad de ser dignos. Nos
pega exactamente en ese lugar, allí donde nos atormenta la impotencia de saber
que para luchar por todos hay que enfrentar a muchos. Su arma es poderosa, es
la irritante indiferencia del desagradecido, la insoportable soberbia del necio
que se vanagloria de su inmundicia. Sí, qué asco. Y ellos, nuestros enemigos,
saben de nuestro asco y planean asquearnos hasta que vomitemos todo lo que
tenemos adentro. Es un método perverso, es cierto, pero ¡atención! Lo que
llevamos adentro es todo un mundo nuevo. Es justamente por eso que ellos son nuestros enemigos y nosotros los de ellos.
Nos quieren hacer vomitar todo eso que llevamos adentro hasta que allí no quede
nada más que nosotros mismos. Esa es su victoria: la ficcional autarquía boba
del individuo pseudo-soberano. De nuevo, qué asco. Es un método perverso, sí,
pero que les llevará mucho trabajo realizar hasta el final. Tanto tiempo, que
quizás sea demasiado tarde para cuando se den cuenta.
Hay, como verán, una relación intrínseca
entre los métodos y los campos en disputa. Esos son sus métodos porque son nuestros enemigos, y al revés,
son nuestros enemigos porque esos son
sus métodos. Por lo que ya estarán deduciendo, entonces, cuales son los
nuestros. No es ningún arma secreta. De hecho, nuestro método es justamente ese, el más público de todos: El de
poder-ser-otros. Y como en política (¿en realidad, dónde no?) las oportunidades
son responsabilidades, poder-ser-otros deviene en deber-ser-otros. Ese es
nuestro deber, el de ser otros. Somos los otros y ahí, exactamente en el mismo
lugar en donde el enemigo encuentra nuestro punto débil, dilucidamos en el mismo acto nuestra más potente y
estratégica ventaja. La ventaja de saber que ser-otros no significa no-ser-yo.
Y ahí, cada vez que nos quieren matar, se chocan con la inexorable y cruda
verdad de que, por hacernos tan débiles nos hicieron invencibles. No nos pueden
matar porque, cuando nos hacen vomitar del asco, el yo no se vacía: rebalsa.
Ellos quieren agarrarnos pero
nosotros somos líquido. Quieren (des)agotarnos pero nosotros desbordamos. Y el
desborde se cuela por todos los intersticios que se hunden junto a las
cicatrices que dejan en las manos obreras la esclavitud fabril. Recorremos sus
cauces, y nos hacemos uno con ellas. Ya es demasiado tarde, perdieron.
No es un sensibilismo. No es que
ellos sean la razón fría y nosotros el corazón caliente. Simplemente cargamos
con el enorme peso emocional de tener razón. Y aquel glorioso día en
donde presencien cómo hasta la última cocinera se atreva a influir sobre las
variables macroeconómicas, vomitarán del asco. Va a ser divertidísimo.
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