El mediodía es el único momento tolerable de los días de invierno. Es cuando el sol está bien arriba y, a través de un tibio calorcito que te pega en los cachetes, casi como el recuerdo de un sol viejo que alguna vez fue pero que ya no es, uno por fin siente que no somos un punto perdido y olvidado en el vasto universo. Las otras 23 horas del día parece que uno sólo espera la muerte.
Claro, ahí es cuando aparece alguien que levantando el dedo índice nos dice: "es que, de hecho, sí somos un punto perdido del universo". Esa gente vive como si no habría nada por descubrir, como si el asombro sea algo de lo que avergonzarse por infantil, como si lo que habría que hacer es una tarea de resignación programada, rutinariamente planificada como para pasarla lo menos peor posible hasta que llegue el día final.
Nosotros, por el contrario, no creemos que haya que arrodillarse frente a la muerte, no en el sentido de que contengamos algún delirio de vida eterna, sino porque morir, si uno se deja, puede morir todos los días. Uno se levanta, tacha un día en el calendario y se va a acostar, sólo para volver a morir al día siguiente.
Nosotros defendemos las infinitas expresiones de lo humano en todas sus formas, como inabarcables campos abiertos hacia la vida, lo que implica una dimensión no lineal de la temporalidad. La temporalidad de quien vive para la muerte es, en efecto, lineal: todo lo que hay es una línea recta hacia el día de la muerte. La vida, la vida que no es para la muerte sino la vida por sí y para sí, por el contrario, no puede representarse. No es que sea una línea no recta, como en zigzag, ni siquiera es una figura ni una forma, la vida es lo que es en la totalidad concreta de su devenir.
Esa totalidad está, todo el tiempo y para siempre, sentada frente al tribunal de las infinitas posibilidades que ya no se realizaron (que la juzgan) y más aun de las que todavía se pueden realizar (que la condena-rán). Esa vida que se vive proyectada sobre el juego de las posibilidades por realizar, de la siempre amenazante emergencia de lo nuevo, descubre la apasionante revelación de que aun el intelecto más meticuloso y calculador está sometido a la siempre abierta posibilidad de que surja lo improbable, lo indecible y lo impredecible.
Es la temporalidad de una vida abierta a sí misma y que no puede representarse sino sólo hacia atrás, creando modelos de existencia y una historicidad que sólo tienen sentido a posteriori, cuando la vida propiamente vivida ya siempre pasó. Estos modelos, este orden simbólico, intenta "agarrar" la vida siempre escurridiza que, como el horizonte, siempre ya se escapó cuando parece que por fin nos vamos a poder hacer con ella.
Estas representaciones, como se ha dicho, no son más que modelos que son necesarios para cierto orden, social y subjetivo, pero incapaces de captar el movimiento de la vida en su temporalidad originaria, esa actualidad-siempre-a-punto-de-ser pero que todavía no es el presente asimilado y que sin embargo es lo suficientemente inminente como para decir que ya no es el futuro. Ese 'presente viviente' no es asimilable a los conceptos de pasado, presente y futuro, que pertenecen al ámbito de la representación, es decir, el intento de elaborar un concepto de temporalidad que al sujeto le sirva de cimientos para la elaboración de sentido.
Pero incluso el 'presente viviente' no puede ser un concepto propiamente dicho, habría que decir que es un semi-concepto o incluso un anti-concepto, un concepto que señala su propia irrealidad y su propia irrepresentabilidad por principio, una contradicción andante que no es otra cosa que la contradicción misma entre la realidad y su representación, entre la aperturidad radical de la vida y las fechas, calendarios, horas, minutos y distancias con las que se calcula el tiempo lineal de la muerte, que es un tiempo petrificado, frío como un día de invierno en el que, con todo y aunque sea por unos minutos, la vida siempre se abre paso.
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