martes, 7 de noviembre de 2017

Volver al futuro: Revolución Rusa y dialéctica histórica

A 100 años de la Revolución Rusa



El ‘Ancien Régime’ moderno es sólo el comediante de un orden universal cuyos verdaderos héroes han muerto. La historia es radical, y pasa por muchas fases cuando sepulta una vieja forma. La última fase de una forma histórica universal es su comedia.
Marx, Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel.

            100 años después de la Revolución Rusa, escribir algunas líneas sobre su actualidad histórica es como mínimo polémico.  Por un lado, el mundo es gobernado por Trump, Temer y Macri, por nombrar solo algunos, y por otro, el terror del fundamentalismo teocrático del ISIS y el crecimiento de la ultraderecha europea y el neoliberalismo marcan la tónica mundial. Hablar de “actualidad de la revolución rusa” en este contexto podría parecer absurdo a algún lector desprevenido. Esta contradicción entre un mundo girado a derecha y la pregunta por la actualidad de la Revolución Socialista no es aparente, sino que es, por el contrario, la condición de posibilidad de esa pregunta. Es exactamente en el lugar de esa contradicción en donde el problema de la actualidad de la Revolución emerge y se plantea. Es justamente porque vivimos en el mundo de Trump y el ISIS que la pregunta sobre la posibilidad del socialismo recobra su más profundo sentido, que es la pregunta sobre la dialéctica histórica.
            En el presente artículo analizaremos a la Revolución de Octubre en tanto hecho histórico, lo que significa en primer lugar clarificar la naturaleza de ese concepto en un sentido materialista, y por el otro, poner a la revolución en tanto hecho pasado en relación dialéctica con el presente y con el futuro.

Historia, guerra y política

            Para los marxistas, la historia es la historia de la lucha de clases. La frase de Marx, ya célebre, tiene la virtud de poder sintetizar en pocas palabras el sentido de lo que su autor llamó materialismo histórico. Pero esa virtud que la hizo célebre es también su defecto, pues es sabido que el debate acerca del carácter de los procesos históricos para Marx, ha suscitado las más variadas interpretaciones entre adherentes y detractores. Entre estos últimos, ha sido la Academia de los ámbitos universitarios –que desde hace más de 40 años enarbola las banderas del posmodernismo, y por lo tanto, del anti marxismo[1]- quien más se ha encargado de difundir una versión tergiversada, simplificada y desvirtuada del sentido original en que Marx pensó la cuestión.
            En efecto, la Academia ha interpretado generalmente que los marxistas suscribimos a una visión lineal de la historia, adosándole más o menos subrepticiamente al materialismo un carácter determinista, por lo que la historia, en tanto historia de la lucha de clases, no podría sino culminar con el inevitable triunfo del comunismo en todo el mundo. Para ser honestos, el origen de esta interpretación simplificada del marxismo nació al interior del mismo, para justificar las desviaciones reformistas de los partidos socialistas, con las que el propio Marx discutía a fines del siglo XIX.
            El hecho es que, muchos años después, con la decadencia y posterior caída del régimen estalinista y de los estados “socialistas” en casi todo el mundo, este clima de anti marxismo que ya hegemonizaba los ámbitos académicos dio un salto en calidad con la teoría del “Fin de la historia”, no por casualidad nacida y difundida desde el centro del capitalismo mundial. Si el marxismo supuestamente consideraba el triunfo del comunismo como una inevitabilidad histórica (y el estalinismo no hizo más que seguir alimentando esta tergiversación burda), el derrumbe de la URSS no significaba simplemente el fracaso de una experiencia, sino la “refutación”, en la práctica, de la teoría marxista en su totalidad.
            ¿Cómo explicamos esto los marxistas? La pregunta no se refiere a la naturaleza de la URSS y de los estados burocráticos, sino al problema que planteaba la frase original: ¿Qué significa, entonces, que la historia es la historia de la lucha de clases? La respuesta más difícil de encontrar es, muchas veces, la que está a la vista de todos. La lucha de clases es eso: una lucha. Y como tal, se necesitan al menos dos contendientes que se enfrenten. Nada más. Concluir de allí que uno de los dos contendientes está “predestinado” a ganar esa pelea, es un salto que requiere de una justificación. Pero ese salto es ajeno al marxismo, fundamentalmente porque es antimaterialista: el resultado final de esa lucha dependerá de su desarrollo concreto en un terreno concreto en donde actuarán sujetos concretos. La historia es entonces la historia de la lucha de clases en un doble sentido: es al mismo tiempo el resultado de esa lucha y el lugar en donde esa lucha se desarrolla. Significa esto que la lucha de clases se realiza siempre en ciertas condiciones históricas “no elegidas”, pero que al mismo tiempo, el devenir mismo de esa lucha puede modificarlas e intervenir sobre ellas.
            En este sentido, que es a la vez más simple y más profundo, el ejemplo de la Revolución Rusa es aleccionador, pues el fin de esa experiencia inaugurada con la revolución no significó el “fracaso” del marxismo sino más bien lo contrario: la muestra cabal de que la historia es fundamentalmente un terreno de disputa, o mejor: un campo de batalla, en el cual se puede ganar o perder. Si la guerra es la continuación de la política por otros medios (y viceversa), entonces la Historia es el campo de batalla en donde esa guerra efectivamente acaece, y ese campo de batalla no es un “modelo abstracto” que la teoría busca “hacer encajar” en los acontecimientos históricos, sino que es un conjunto de condiciones objetivas y subjetivas sobre la cual cada bando despliega su estrategia.
            El trágico final de la Revolución Rusa, paradójicamente, nos posiciona a los marxistas con una actitud hacia la historia de optimistas realistas. Por un lado, la experiencia de la revolución nos demuestra que efectivamente el mundo se puede cambiar, que los trabajadores pueden tomar la historia en sus manos y elegir su propio destino. En este punto la Revolución Rusa es, por lejos, el hecho que más “incomoda” a los pesimistas históricos que aun hoy propugnan –cada vez con menos convencimiento- el fin de la historia. Por otro lado,  el fracaso de la URSS y los estados burocráticos nos ayuda a combatir esa visión idealista de la historia atribuida al marxismo, según la cual el triunfo del comunismo estaría escrito de antemano. La Revolución Rusa nos sirve entonces para discutir también con el optimismo abstracto que intenta convertir al marxismo en una especie de versión “laicizada” de la historia judeo-cristiana. El pesimismo y el optimismo abstracto tienen su punto de encuentro en el rechazo a la acción humana (es decir, a la política) como herramienta fundamental de transformación de la realidad. Los marxistas somos optimistas pero realistas: Como dijera Lenin, es preciso soñar, pero a condición de realizar escrupulosamente nuestra fantasía.

El futuro llegó hace rato

Hasta aquí hemos hecho hincapié en clarificar en qué consiste la historia en un sentido materialista, contra todo determinismo. Pero para completar nuestro análisis debemos profundizar ahora en el carácter dialéctico de este materialismo. No se trata simplemente de dar la respuesta de manual y decir que la historia es la “síntesis” que surge como resultado del choque entre la tesis y la antítesis. Esto podría ser correcto en términos (muy) generales y abstractos, pero poco aporta a la comprensión de la dinámica real de los acontecimientos. Nuevamente, el marxismo nos enseña que la teoría no es algo que está en el “mundo de las ideas”, como algo estático y autosuficiente, y que como tal corresponde “aplicarla” a los hechos para que nos devuelva, como si de una receta se tratase, las respuestas y soluciones que buscamos.
Por el contrario, la realidad es rica en determinaciones y la única forma de poder intentar atender a todas ellas es tomando en cuenta la concreción de las cosas. Lejos de considerarlos como un proceso lineal, Marx siempre subrayó que no pueden explicarse los hechos históricos y su dinámica estableciendo una causalidad mecánica entre la estructura económica de la sociedad y la superestructura. Sin entrar en el debate acerca de qué significa que haya una relación dialéctica y no mecánica entre estos dos elementos, lo que nos interesa aquí es resaltar el hecho de que esta dialéctica proyecta al análisis histórico una diversidad de tiempos o ritmos históricos que en un mismo momento se entrelazan, difieren, e incluso se contraponen entre sí. Para explicar esto, antes de entrar de lleno al caso de la Revolución Rusa, utilicemos un ejemplo contemporáneo al propio Marx.
Para mediados del siglo XIX, Alemania era un país políticamente atrasado. Mientras que en el resto de Europa y EE.UU se consolidaban las modernas repúblicas burguesas, Alemania mantenía un régimen político monárquico, pero que además todavía no lograba resolver el problema de su unidad nacional. Al mismo tiempo, empezaba a posicionarse como uno de los países económicamente más poderosos y desarrollados de Europa. La contradicción evidente no termina allí: Alemania no era vanguardia sólo en términos de desarrollo económico, sino que lo era también en el ámbito intelectual. A comienzos del siglo XIX se vive aún el auge del idealismo alemán, encabezado por toda una generación de pensadores que construyeron una verdadera hegemonía en el pensamiento filosófico de la época. Dicha generación, encabezada indudablemente por Hegel, se veía a sí misma en la más alta estima intelectual, consideraban que el sistema idealista había alcanzado la cúspide de la racionalidad, que sería la ciencia especulativa, sobre la cual, creían, descansaban todas las demás ciencias particulares.
Ahora bien, el hegelianismo había dejado instalada la idea de que la historia avanza hacia formas cada vez más racionales, y que la forma suprema de esa racionalidad universal sería el Estado moderno. Pequeño problema, ya que justamente era Alemania, a la vez que era el país “más avanzado” en la filosofía, el más atrasado políticamente de los principales de Europa, pues aun contaba con un antiguo régimen monárquico y religioso. Escribe Marx: “Cuando rechazo las condiciones alemanas de 1843, estoy, según la cronología francesa, apenas en el año 1789, y desde luego muy lejos del foco del presente”[2]. Las palabras de Marx son por demás ilustrativas. Resulta ser que el presente alemán está muy lejos del “foco” del presente, como si el “verdadero” presente, estaría pasando en otro lugar. Esto sin nombrar todavía el carácter anacrónico que Marx y los hegelianos le atribuyen a la realidad alemana. Aun haciendo un corte sincrónico, encontramos en un mismo momento distintas temporalidades históricas a solo unos kilómetros de distancia, por ejemplo en Francia y en Alemania. Marx mantiene, por supuesto, un punto de vista teleológico: está mirando a la historia en relación a su fin[3]. No podemos ahora sumergirnos en esta cuestión de la teleología, pero sí estamos en condiciones de afirmar que Marx jamás pensó la historia como un proceso lineal de despliegue y realización de la esencia del hombre, independientemente de que efectivamente piense que deba ser ese el lugar hacia donde nos debemos dirigir, el objetivo que nos debe movilizar.
El resto de los “hegelianos de izquierda” también eran conscientes de este anacronismo de la realidad alemana. Tanto Bauer como Feuerbach entendieron este problema e intentaron resolverlo a su manera, planteando la necesidad de avanzar hacia un Estado laico. Pero fue Marx el que comprendió hasta el final la cuestión: No se trataba de cambiar la “irrealidad” del Estado, sino la realidad de la sociedad civil¸ es decir, las relaciones sociales.  Más allá de esto, lo destacable de esta generación de pensadores es la inmensa conciencia histórica de sí mismos, del “lugar” de la historia en que se encontraban, y fue esa conciencia de sí lo que permitió que el mejor de ellos, Marx, se desplace de la crítica de la religión a la crítica de la realidad, la revelación de la miseria profana, oculta en la miseria religiosa. El nivel de esta conciencia de sí lo expresa brillantemente el propio Marx: “Somos los contemporáneos filosóficos del presente sin ser sus contemporáneos históricos”[4]. La Alemania de 1844 se encontraba en un presente-pasado, que no es propiamente ni la realidad de uno ni la repetición del otro, sino la versión en comedia del régimen que había terminado en su propia tragedia.
No quedan dudas que Marx considera que los tiempos históricos son heterogéneos, allí reside su carácter dialéctico. Los elementos progresivos y regresivos conviven de forma sincrónica, chocan, se combinan, aparecen y desaparecen. Algunos triunfan sobre otros y todos estos movimientos reprograman “el reloj” (o deberíamos decir los relojes) de la historia. Para la cuestión que nos ocupa, tal como hicieron los filósofos alemanes, parece que la tarea es reconocernos en la historia, y sobre todo, encontrar en este difícil reloj de la historia, la hora que marca la Revolución Rusa.
Lo que es objetivo es que de la Revolución Rusa nos separan 100 años. Pero decir esto es hablar de una medida de tiempo, no de historia. En este sentido, conmemorar su centenario sería casi una formalidad, pero no creemos eso cuando lo hacemos. Los homenajes, estudios, conferencias y debates acerca de la gesta de octubre proliferan en todo el mundo. ¿Por qué no se conmemora cualquier otro hecho pasado con tanta fervencia? ¿Qué tiene de especial la Revolución Rusa que amerita que hoy estemos hablando de ella 100 años después? En otras palabras, planteemos la pregunta de una vez por todas: ¿En qué sentido es actual la Revolución Rusa? Respondamos, sin más preámbulos, con las herramientas que nos dio el propio Marx.
La Revolución Rusa es el futuro. Ella está “más adelante” que nuestro presente. Los hechos que la conformaron están fácticamente en el pasado, claro está, pero la Revolución Rusa está en el futuro en un sentido no temporal, sino histórico. Parafraseando a Marx, cuando cuestiono el mundo de 2017 estoy, todavía, antes de 1917. Nuestras tareas para el futuro están en el pasado. Lo que nos debemos, la Revolución ya lo hizo, y por lo tanto, las Revoluciones que nos depare el futuro deberán hacerlo nuevamente. Es en este sentido histórico profundo, que podemos afirmar que si la Alemania del Siglo XIX era un presente-pasado, la Revolución Rusa está en una situación aún más paradojal: ella es un pasado-futuro, ella ya fue lo que todavía no es, pasó hace 100 años, y aun no podemos alcanzarla. La Revolución Rusa nos lleva un centenario de ventaja.
Colgado en el medio de ese pasado-futuro está el presente, deambulando medio perdido, como alguien que perdió su punto de referencia. Pero que lo haya perdido no significa que no exista: hay que recuperarlo y reorientarse. Nuestro presente está en un limbo histórico. Avanza, pero no necesariamente hacia el futuro. A veces prueba a ver si algún hecho del pasado (del pasado-pasado) le sirve como guía. Algunos se dejan engañar y van hacia allí: son nuestros enemigos.
La Revolución Rusa es actual porque su pasado dejó marcada la huella hacia el futuro. Es actual justamente debido a que nos falta, ella es la presencia de su ausencia. Estamos siendo primero los contemporáneos históricos a su centenario, pero todavía no a ella misma. Todo esto no significa que vayamos a repetir mecanográficamente los libros de historia. Porque aunque Lenin, Trotsky y los obreros de Petrogrado nos marquen el camino, ahora nos toca a nosotros andarlo. Nuestra tarea es convertir ese pasado-futuro en un presente, y una vez allí, tomar el futuro por asalto.


[1] Una discusión por demás interesante, y que requiere de un tratamiento especial, es la de si comienza a verse una incipiente crisis del pensamiento posmoderno, a la luz de los acontecimientos políticos mundiales que parecen ser muestra de un futuro no muy lejano más típicamente “moderno”.
[2] Marx, K. “Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel” en Antología, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2015, p. 93.
[3] En castellano, la palabra “fin” contiene una ambigüedad importante (fin como objetivo o finalidad, y fin como como final o término). El alemán cuentan con la palabra Ziel para el primer sentido y Ende para el segundo. Cada vez que Hegel mencionaba “el fin de la historia” debe entenderse en el primer sentido de la palabra Ziel.
[4] Op. Cit., p. 97

miércoles, 23 de agosto de 2017

Para ganar la Historia

Unas pocas palabras para Santiago Maldonado.




Cuando te toca estar del lado de los perdedores, la historia es como un peso muerto. Ella cae sobre nuestras espaldas con la fuerza de un martillo que un juez acaba de golpear porque dio su veredicto. Después de todo, cada acontecimiento histórico es eso, un veredicto.

La historia juega a ser juez, pero no por eso hace justicia. No es imparcial. Hay una lucha por el veredicto de la historia. Ella juega a ser juez pero nos hace trampa. Y voy a explicar por qué. Nosotros queremos vivir para hacer historia, vivir para ser parte de esa lucha, para ganarla. Vivimos para ganar la historia. Pero mientras hacemos eso -que es vivir- tenemos también que sobrevivir. La vida para-sí y la vida en-sí. No podemos librarnos de esta contradicción, hay unidad en ella.

La inmediatez de la supervivencia se opone a la historia -los animales no tienen historia. Así comienza su trampa, ya verán por qué. Pero ya podemos empezar a divisar por donde viene la cosa. La historia, por supuesto, se tiene a ella misma en gran estima, y no permite que algunos simples individuos se atrevan a disputarla. Después de todo, para ser un individuo no hace falta más que sobrevivir. Y eso lo hacen hasta las ratas. No, para disputar la historia no sirven los individuos, se necesitan Sujetos. Los Sujetos están formados por individuos pero no son la simple suma de todos ellos. Lo cuantitativo se transforma en cualitativo y la lucha por la supervivencia se transforma en la lucha por la historia. La trampa comienza a develarse: la historia nos hizo sujetos y en el mismo movimiento nos hizo individuos.

El espectáculo ha sido montado. Así es que en uno de esos días cualquiera, esos días tontos en donde la mayor anécdota es un resfrío o un tropezón, recibimos un golpe con la guardia baja -es que estábamos ocupados sobreviviendo. El golpe nos voltea. Es el golpe de la historia que nos cae como un peso muerto. Malas noticias: El juez golpeó su martillo y parece que nos tocó estar del lado de los perdedores.

El golpe nos deja atontados. No entendemos muy bien qué pasó. El tiempo pasa y nuestra conciencia se aclara. Sabemos que esta vez nos tocó perder, ¿pero qué perdimos, entonces? Bueno, esta es la peor parte. Perdimos a un pibe que se llama Santiago. 'Perdimos', por supuesto, es una forma de decir, porque la verdad es que lo detuvieron y lo desaparecieron. Pero nosotros perdimos, sí. Y es de esas derrotas que más bronca dan, porque son las derrotas en las que el rival te hizo trampa. Porque mientras nosotros estábamos en esos inevitables días tontos de tropezones y resfríos que alimentarán un anecdotario fugaz, se llevaron a un pibe de esos que daba la pelea por ganar la historia. Se llevaron a uno de nosotros.

La historia es una amante traicionera. Los que vivimos para ganar la historia, tenemos una relación de amor-odio con ella. Ahora está ahí riéndose de nosotros, ya efectuada su trampa, como diciéndonos: "Ustedes se la pasan hablando de mí. Así que aquí estoy". Y nosotros, que no podemos más que admitir que tiene razón, tendremos que traicionarnos a nosotros mismos y luchar con todas nuestras fuerzas para que Santiago no sea parte de la historia. De esta historia. Allí reside su trampa: La historia nos pone a todos los que luchamos por ella, contra ella. Y nos hace decir instintivamente: Que Santiago aparezca con vida, y que esta historia termine en anécdota, junto con el tropezón de anoche y el resfrío de esta mañana.

Pero no sucumbimos. La historia será tramposa pero aun así siempre lleva las de perder, porque nunca tiene la última palabra. Y porque somos individuos pero también somos Sujetos, sabemos que la lucha por Santiago es también la lucha por ganar la historia. De hecho, ella no es nada sin nosotros.

martes, 11 de abril de 2017

Discurso sobre el asco

Un discurso para todos y para nadie.




Sepamos que nuestro enemigo utiliza un método perverso. Sepamos que nuestro enemigo es quien mejor nos conoce. Nos pega donde más nos duele, ahí, en la incomodidad de ser dignos. Nos pega exactamente en ese lugar, allí donde nos atormenta la impotencia de saber que para luchar por todos hay que enfrentar a muchos. Su arma es poderosa, es la irritante indiferencia del desagradecido, la insoportable soberbia del necio que se vanagloria de su inmundicia. Sí, qué asco. Y ellos, nuestros enemigos, saben de nuestro asco y planean asquearnos hasta que vomitemos todo lo que tenemos adentro. Es un método perverso, es cierto, pero ¡atención! Lo que llevamos adentro es todo un mundo nuevo. Es justamente por eso que ellos son nuestros enemigos y nosotros los de ellos. Nos quieren hacer vomitar todo eso que llevamos adentro hasta que allí no quede nada más que nosotros mismos. Esa es su victoria: la ficcional autarquía boba del individuo pseudo-soberano. De nuevo, qué asco. Es un método perverso, sí, pero que les llevará mucho trabajo realizar hasta el final. Tanto tiempo, que quizás sea demasiado tarde para cuando se den cuenta.
Hay, como verán, una relación intrínseca entre los métodos y los campos en disputa. Esos son sus métodos porque son nuestros enemigos, y al revés, son nuestros enemigos porque esos son sus métodos. Por lo que ya estarán deduciendo, entonces, cuales son los nuestros. No es ningún arma secreta. De hecho, nuestro método es justamente ese, el más público de todos: El de poder-ser-otros. Y como en política (¿en realidad, dónde no?) las oportunidades son responsabilidades, poder-ser-otros deviene en deber-ser-otros. Ese es nuestro deber, el de ser otros. Somos los otros y ahí, exactamente en el mismo lugar en donde el enemigo encuentra nuestro punto débil, dilucidamos en el mismo acto nuestra más potente y estratégica ventaja. La ventaja de saber que ser-otros no significa no-ser-yo. Y ahí, cada vez que nos quieren matar, se chocan con la inexorable y cruda verdad de que, por hacernos tan débiles nos hicieron invencibles. No nos pueden matar porque, cuando nos hacen vomitar del asco, el yo no se vacía: rebalsa.
Ellos quieren agarrarnos pero nosotros somos líquido. Quieren (des)agotarnos pero nosotros desbordamos. Y el desborde se cuela por todos los intersticios que se hunden junto a las cicatrices que dejan en las manos obreras la esclavitud fabril. Recorremos sus cauces, y nos hacemos uno con ellas. Ya es demasiado tarde, perdieron.
No es un sensibilismo. No es que ellos sean la razón fría y nosotros el corazón caliente. Simplemente cargamos con el enorme peso emocional de tener razón. Y aquel glorioso día en donde presencien cómo hasta la última cocinera se atreva a influir sobre las variables macroeconómicas, vomitarán del asco. Va a ser divertidísimo.

lunes, 6 de marzo de 2017

¿Quién habla? o La risa de Lenin


Al fin y al cabo, otra pequeña vanidad filosófica.

“En casa frase que pronuncian –y muy precisamente en esta que estás escribiendo en este instante tú, que te empeñas en responder desde hace tantas páginas a una pregunta que te toca en lo personal, y que vas a firmar este texto con tu nombre-, en cada frase, reina la ley sin nombre, la blanca indiferencia: ‘Qué importa quién habla; alguien ha dicho: qué importa quién habla’.”

Michel Foucault

"Bueno, no era esto a lo que me refería con reflotar a Lenin"


La primera pregunta que hacemos si desconocemos una voz al teléfono: “¿Quién habla?”. Si nuestro interlocutor se niega a responderla, insistimos firmemente, haciendo oídos sordos de lo que sea que nos hayan dicho del otro lado. Entendemos las palabras que utiliza el otro, pero aun así lo que nos invade es una suerte de desesperación: Cuando alguien desconocido habla, aunque lo entiendo, no sé lo que dice. Nos rehusamos a establecer un diálogo hasta que nuestra pregunta no esté resuelta. ¿Será entonces, que todo se reduce a quién habla?

Es hora de que denunciemos la vanidad que es la filosofía. El Filósofo (así, en mayúsculas), en una especie de altruismo mal hecho, no quiere hablar él, más bien, la razón habla a través de él. Él no está dispuesto a aceptar su discurso como una mera opinión personal. No es opinión: Es filosofía. Quien habla, no es él. Es algo más que él mismo. ¿Eso es modestia o egocentrismo? En el mejor de los casos, un egocentrismo disfrazado de modestia. Lo importante aquí es que en la filosofía, no importa quién habla. Se discute con ideas, y no con personas. Tal es, aseguran, la “buena” filosofía ¿O no han oído hablar, acaso, de la falacia ad hominem? Y sin embargo, en los hechos, ocurre todo lo contrario: Es quizás una de las prácticas intelectuales más individualistas de todas. Separamos las filosofías en nombres convertidos en ‘ismos’: Aristotel-ismo, Agustín-ismo, Kant-ismo, Marx-ismo; y erigimos en un grupo selecto a un conjunto de personas que adoramos y solemos rendirle culto: el famoso canon de la filosofía (Adoración, culto, canon. Esto apesta a religión). Y contra el factum, la filosofía todo el tiempo nos decía: No importa quién habla.

Pero todo esto quedó viejo. Esa filosofía a la cual se la sacralizaba, y con ella, a sus maestros, hoy nos asusta: Hemos sufrido demasiadas tragedias históricas en honor a la autoproclamada Verdad de la Razón. Ya no nos tragamos ese cuento. Y asustarse por eso no tiene nada de malo. Actualmente nos preguntamos, por ejemplo, los latinoamericanos: ¿Por qué la filosofía que estudiamos es Europea? Para el filósofo enchapado a la antigua, europeo o no, es una pregunta escandalosa. Ni siquiera tiene sentido plantearla, porque es una pregunta que nos lleva fuera de la filosofía. Equivale a darle una explicación no filosófica a la filosofía, y eso lo aterra. A nosotros nos aterra lo contrario, por suerte: la terrible posibilidad de que la filosofía esté afuera –por encima- del presente histórico. No obstante, nos consuela la certeza de saber que es un miedo infundado, que no es poco.

Ahora bien, ¿No es eso un llano y aburrido historicismo? ¿No equivale a liquidar, como tal, a la filosofía? No y no. Después de todo, la filosofía no es ni buena ni mala: es inevitable. El problema es qué hacemos con esa inevitabilidad. No nos confundamos: No queremos reducir todo al subjetivismo y al relativismo de quién habla. En un acto de humildad, aceptemos de una vez que nuestras opiniones no nos pertenecen. O no del todo. Pero quien habla a través de nosotros no es la verdad de la Razón, ni el Espíritu Absoluto. Es el conjunto de experiencias que hemos hecho, los países que hemos visitado, el frío que hemos pasado, la música que nos ha hecho bailar. En la filosofía se expresa la comida que almorzamos este mediodía (la importancia de una buena alimentación). Tenemos que hacer filosofía, nos guste o no, porque el mundo es una gran guerra y la filosofía, una de sus batallas. Pero si vamos al lugar de la contienda armados sólo con un retrato nuestro y el borrador de nuestra biografía intelectual, estaríamos dando una imagen tristísima. La historia nos pasará por encima como un tren. Lenin, que decía que la política era economía concentrada, se nos reiría a todos. Y con razón, por no creer que la filosofía, la literatura, la política, las artes, lo que almorzamos este mediodía, es economía concentrada. Y sin embargo, ninguna de todas esas cosas es propiamente la economía. Y nosotros mismos, que no somos la economía, también somos ella, y también somos la política y la literatura y todo lo demás.

Lenin, un irrespetuoso. Se ríe de la muerte. Pero es la muerte de los “grandes hombres”. Es la muerte de los individuos cambiando la historia. Cosa paradójica, si consideramos que él fue uno de ellos. Foucault captó también este fenómeno, pero lo entendió mal. Creyó que era la muerte del hombre como tal, del sujeto humano. No olvidemos que esto es una guerra y, si es cierto que un solo hombre no puede ganar una, no es cierto que se pueda ganar la guerra sin ellos –sin nosotros.

Quizás sea difícil de digerir, pero valdrá la pena. La próxima vez que llamemos a alguien por teléfono y del otro lado nos pregunten “¿Quién habla?”, nos corresponde juntar coraje y de una vez por todas decir: “No soy yo quien puede responder a esa pregunta”.

lunes, 13 de febrero de 2017

El Capital: Sobre la exposición teórica y el método de investigación del objeto

Un muy breve apunte sobre El Capital.

La riqueza de las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista se presenta como un ‘enorme cúmulo de mercancías’, y la mercancía individual como la forma elemental de esa riqueza. Nuestra investigación, por consiguiente, se inicia con el análisis de la mercancía.”[1]

           


Imaginemos que queremos hacer un análisis científico, completo y riguroso de la estructura del modo de producción capitalista, en su génesis y desarrollo. Ese es nuestro objeto de investigación. Como imaginarán, tal objeto es una totalidad enorme, extremadamente compleja, con innumerables elementos que se relacionan de forma diversa entre sí y en continuo movimiento. Surge inmediatamente la terrible pregunta: ¿Por dónde empezar? Ahora bien, esta pregunta puede tomarse, en principio, en dos sentidos: Podemos preguntar por dónde empezar a investigar el objeto o por dónde empezar a exponer nuestra investigación del objeto. Afortunadamente para nosotros, la investigación del objeto ya la realizó Marx. Mucho se ha escrito acerca del método materialista-dialéctico marxista; aquí solo podremos hacer algunas referencias generales, pero nuestro objetivo aquí es bastante más modesto: contribuir a que más compañeros/as se “animen” a leer El Capital sin frustrarse en la cuarta página.

            Por lo tanto, y volviendo a la pregunta sobre el cómo empezar, lo que a nosotros nos interesa en principio es entender por dónde Marx elije comenzar su exposición de la investigación de su objeto, para luego poder establecer qué tipo de relación hay entre ésta y la investigación en sí. He transcrito aquí, al comienzo de este apartado, el primer párrafo del Capítulo I de El Capital, donde Marx dice, justamente, que su investigación comenzará por el análisis de la mercancía. Dicho párrafo, de una brevedad desconcertante, encierra ya muchísimo para analizar. Empecemos por lo más fácil, lo que Marx no hace: No se comienza explicando “históricamente” el capitalismo, tal como lo haría un historiador, por ejemplo, enumerando todas las condiciones económicas y políticas que fueron dando origen a las nuevas relaciones de producción. Marx se encarga reiteradas veces de hacerlo, es cierto, por ejemplo al explicar la acumulación originaria del capital, pero eso lo hace ¡en el capítulo XXIV! Todo lo contrario, Marx elije partir de las sociedades capitalistas tal como se presentan[2]. Esto es importante para nosotros en dos sentidos:

Primero, Marx parte de una realidad concreta, pero inmediatamente después de partir de esa realidad concreta, no se detiene en ella ni un poco, se va rápidamente hacia lo abstracto, y comienza a descomponer la mercancía en sus diferentes formas: valor de uso, valor, valor de cambio. Así, Marx toma un elemento simple (o mejor dicho, que aparece como simple) de la realidad concreta, lo abstrae y lo analiza en sus partes constitutivas. Este primer movimiento de lo concreto a lo abstracto se completará después con un retorno a lo concreto, que no es, sin embargo, un retorno al punto de partida[3], pues ahora el elemento concreto ya no es propiamente “simple”, sino que se comprende en la totalidad de las relaciones que lo atraviesan.

Segundo, lo que subyace a este comienzo desde lo concreto, es que en el método dialéctico el objeto de estudio necesita haber alcanzado un grado de madurez suficiente para conocer las leyes internas de su desarrollo. El objeto necesita haber sido “desplegado” en la historia lo suficiente como para poder captarlo en su movimiento. Así, fue posible explicar que el capitalismo tuvo su origen a partir de las contradicciones de las fuerzas productivas con las relaciones de producción feudales, sólo a partir de un cierto grado de desarrollo del mismo capitalismo, una vez que las relaciones sociales feudales ya fueron, en lo fundamental, superadas.

Ahora bien, en lo que resta del Capítulo I, Marx desarrolla la forma valor en sus diferentes momentos: forma simple, desplegada, general, y por último, dineraria. Le dejamos al lector la tarea de comprender cada uno de ellos. Para nuestro propósito, sólo diremos aquí que todo ese análisis tiene un carácter evidentemente teórico, a partir de la consideración de Marx de que la sustancia del valor es trabajo humano abstracto. Justamente, despoja con fines analíticos tanto a la mercancía como al trabajo humano de su “lado” concreto (es decir, a la primera de ser valor de uso, al segundo de ser trabajo útil), para analizar teóricamente el valor hasta llegar a su forma más compleja, el dinero como equivalente general de todas las mercancías. Por eso, los momentos de la forma valor en el Capítulo I no son momentos cronológicos (históricos), sino lógicos.[4]

En el Capítulo II Marx se ocupa del proceso de intercambio. Ahora estamos frente a cómo las relaciones de intercambio de mercancías dieron lugar necesariamente a una mercancía que tiene el “privilegio” social de funcionar como equivalente general de todas las mercancías: el dinero. Sin embargo, hemos dicho que ya se había llegado al concepto de dinero o mercancía dineraria en el capítulo anterior. He aquí el centro de la cuestión que nos ocupa: Marx está explicando el dinero desde dos “ángulos” diferentes, pero inseparables. Primero, dijimos que llegó a él mediante formas de análisis ideales. Ahora, llegamos a él como el producto de la generalización de las relaciones de intercambio de mercancías, lo que es sin duda un momento histórico producto de cierto desarrollo de las fuerzas productivas. Así, dicho esquemáticamente (ahora veremos por qué decirlo así es esquemático y hasta en cierto sentido erróneo), en el Capítulo I Marx explicó teóricamente el dinero, mientras que en el segundo lo explicó históricamente. Llegamos al fin, a lo que nos preguntábamos al principio: el modo de exposición de la investigación del objeto.

Al comienzo decíamos que como nuestro objetivo es poder leer el capital de la forma menos traumática posible, lo que nos interesaba era más bien el problema de la exposición, y dejábamos el problema del método de Marx para otro momento. Lo cierto es que se nos hace imposible poder explicar uno sin el otro, pues hay una estrecha relación entre ellos. El autor se mueve constantemente entre el plano teórico y el histórico, y podríamos decir que todo El Capital es un gran rodeo de unos pocos conceptos básicos pero fundamentales, desplegados en todas sus implicancias.

Este movimiento de Marx en estos dos “terrenos” no tiene simplemente fines explicativos, sino que es parte constitutiva del método marxista: El análisis teórico no puede prescindir del histórico porque los conceptos teóricos están en Marx justamente historizados: Son propios de un modo de producción dado. Es conocida la crítica de Marx a la economía política clásica sobre la “eternización” de sus conceptos, transformando las relaciones sociales capitalistas en relaciones sociales a-históricas. Como mucho, cuando la economía política clásica reconocía cierto carácter histórico de algunos conceptos, por ejemplo en Ricardo, esta historicidad solo afectaba al concepto teórico en términos cuantitativos, en su forma, pero no cualitativamente. Por eso, para Ricardo tanto el salario como el beneficio y la renta pertenecen a una misma naturaleza: la ganancia. La diferencia entre ellos es sólo cuantitativa. Para el marxismo estos son conceptos de órdenes diferentes porque son producto de relaciones sociales diferentes. Del mismo modo, pero a la inversa, no es casualidad que el análisis histórico venga expositivamente después del teórico (al menos en nuestro ejemplo sobre los capítulos I y II), porque la historia no es para Marx un conjunto caótico de hechos brutos, sino que sólo puede ser estudiada científicamente a partir de representaciones ideales (conceptos) producto de la generalización abstracta de la historia concreta. Hay aquí, como en todo, una relación dialéctica entre historia y teoría. La primera sólo es inteligible contando con la segunda; la segunda sólo puede explicar la complejidad de las relaciones económicas a partir de su movimiento y formas históricas. En conclusión, el método de Marx no permite “cualquier” exposición (lo que no significa que permita sólo una), sino que ésta debe “desprenderse” del modo en que el objeto es estudiado.

La síntesis de todo esto es El Capital. Aun con sus pasajes oscuros, reiterativos, metafóricos y hasta brillantemente irónicos, constituye una obra fundamental (si no “la” obra fundamental) de la economía y la ciencia social en general, y de cualquier análisis que se precie marxista, que como tal debe tener el objetivo (y El Capital efectivamente lo tiene) de contribuir a la praxis revolucionaria, pero también de nutrirse de ella: La lucha de clases no es sólo “producto” de la economía, sino también constitutiva de ésta.



[1] Marx, K. (2014), El Capital, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, p. 43.
[2] Prestemos especial atención a expresiones del tipo “forma en la que se presenta”, “modo de expresión” o “aparece como…”, que realmente abundan en El Capital y en la obra marxista en general, pues es fundamental en el método dialéctico diferenciar el modo en que una cosa se manifiesta concretamente, de sus relaciones “internas” que la constituyen y explican. Cuidado con esto: aunque no podemos explayarnos aquí, es importante advertir lo (brutalmente) erróneo que sería atribuirle a Marx una metafísica de la esencia, en donde la realidad material es solo la “expresión” de una esencia inmaterial, visión típicamente idealista. En Marx, la “esencia” de un objeto no es más que las relaciones sociales que le dan origen y existencia. Desde ya, tales relaciones tienen un carácter material, y son determinantes sólo en la medida en que existen a través de lo que ellas mismas determinan.
[3] Este movimiento concreto-abstracto-concreto es central en el análisis materialista-dialéctico, pero no nos podemos detener aquí sobre él. Para una explicación muy didáctica, recomendamos el curso del marxista argentino Milcíades Peña llamado “Introducción al pensamiento de Marx”.
[4] Es cierto, estos dos momentos pueden llegar a coincidir, aunque de forma contingente.